domingo, 27 de abril de 2014

Del Olvido a la memoria…Afromestizaje y movilidad social en El Panamá Colonial





El control social por el color de la piel

La legislación colonial definía con claridad el sitio que debía corresponder a las personas esclavizadas que llegaban de África. Sin embargo, no tenía previsto un espacio social para su ascendencia de mulatos, cuarterones o zambos.

El español había procurado transformar la sociedad, trasladando a América un conjunto de normas de conducta, escalas de valores, creencias y prejuicios. Es decir, un cuerpo más o menos articulado de nociones que, según las costumbres europeas, regulaban el comportamiento social, las jerarquizaciones y, asimismo, las expectativas que cada uno debía o podía aspirar para sí. Era un complejo aparato socio-cultural que provenía de una densa tradición multisecular. Básicamente, estos esquemas mentales sobrevivieron a la prueba de las distancias y lograron aclimatarse, sobre todo allí donde había un grupo blanco dominante.

¿Hasta qué punto esta pretensión de replicar el modelo de sociedad peninsular tuvo éxito? La realidad americana empujó ese modelo, inexorablemente, hacia sucesivas adaptaciones; el resultado fue la creación de una sociedad nueva y muy distinta a la peninsular. Dueño del poder, el español readaptó sin dificultades sus instituciones tradicionales y estableció una amplia normativa acomodada a las circunstancias del Nuevo Mundo; de hecho, en el ámbito de la ley dejó muy poco espacio sin cubrir. Esta legislación acabó definiendo los roles de cada grupo. Se basaba en el principio de que cada uno de ellos se mantendría separado del otro, sin posibilidad de mezcla. Con el propósito de proteger al indígena, se creó la figura jurídica de la República de Indios, estableciéndose a lo largo y ancho del continente un vasto rosario de doctrinas (más tarde “misiones”) cuyos ocupantes, en principio, sólo serían indios. El blanco peninsular (como más tarde su descendiente el blanco criollo), siempre en inquietante y notoria minoría numérica, creó las bases legales para que no pudiera disputársele la hegemonía, acaparando todas las ventajas sociales y económicas, y reservándose el ejercicio del poder exclusivamente para sí. Dentro de esa aritmética social, no estaba previsto en ninguna parte el mestizaje, sobre todo el afromestizaje, que se convierte en el agente de cambio social más importante de la historia colonial panameña. Era una legislación represora, que aspiraba a mantener a todos los Africanos y afromestizos en la historia colonial de Centroamérica componentes del cuerpo social bajo estricto control, donde cada grupo debía mantenerse en armonía con los demás, alejados entre sí, sin mezcla posible. No contemplaba la posibilidad del mestizaje y, por lo mismo, el legislador no fue capaz de proponer una normativa que anticipara sus resultados. De esa manera, el fruto biológico del mestizaje entre indígenas, blancos y negros, se encontró arrojado a un vacío o limbo legal, para el cual el sistema colonial no tenía respuestas. En territorios como el istmo de Panamá, para el último cuarto del siglo XVI, sobre todo en las ciudades terminales, la explosión demográfica del mestizaje era evidente y la población afromestiza ya era dominante. 

Algunos pueblos originalmente indígenas y protegidos por la legislación, se convirtieron rápidamente en poblados mestizos con predominio negro.

Reducido a una minoría diminuta y atemorizada ante el imparable empuje del mestizaje, el blanco se escudó en sus privilegios, cerrando filas estrechamente y ahondando sus diferencias con el resto del cuerpo social mediante la exacerbación, cada vez que podía, de su ascendiente hegemónico. ¿Cómo una sociedad así podía reproducir el modelo peninsular? ¿Qué estrategias adoptó la población subalterna (como individuos o como grupo) para sobrellevar las imposiciones que establecía la ley, cuando cada disposición en ella contenida le negaba cualquier posibilidad de ascenso social? ¿Cuáles fueron los recursos a que echó mano el blanco privilegiado para imponerse sobre los demás que con él competían por una parcela de poder o de riqueza, o para evitar que la emergente masa de mestizos amenazara sus privilegios? Es más, ¿podía un sistema de privilegios, controlador y represivo, como el colonial, que por ley asignaba a cada cual su papel en el seno de la sociedad, con unos arriba y otros abajo, permitir la transgresión, soterrada o abierta, sin correr el riesgo de agrietarse y sucumbir? Finalmente, ¿era posible, para los sectores populares, transgredir el orden imperante a fin de que el peso del sistema resultase menos asfixiante y sin que se les castigase o reprimiese? ¿Cómo sería una sociedad así? Las desigualdades sociales de la colonia fueron construcciones históricas y culturales, fundamentadas ideológicamente en el discurso del derecho de conquista y de la creencia en la superioridad del blanco. Sin embargo, esta relación de dominación, apoyada en la inferioridad Jurídica de los no blancos y su exclusión de la esfera pública, además de un sinfín de otras desventajas y exclusiones, no estaba exenta de fisuras. Aún sin salirse del sistema, y de hecho consintiéndolo, pero reutilizando el leguaje de la dominación y su aparato ideológico, los no blancos podían resistirse y mostrarse insumisos, sin necesidad de apoyarse en un discurso de negación o rebelión o abrigar el propósito de Africanos y afromestizos en la historia colonial de Centroamérica una ruptura total. A menudo adoptaban las mismas representaciones mentales que había elaborado el dominador para asegurar su hegemonía, convirtiéndolas en instrumentos de resistencia. O bien, apelaban a la propia legislación que les era adversa para volcarla en su favor, aprendiendo a defenderse del sistema a expensas del mismo sistema. De hecho, aceptaron los símbolos y las manifestaciones rituales del grupo dominante, haciéndolos suyos, y casi seguramente ignorando que éstos eran también mecanismos de dominación.

Desde temprano, africanos y negros esclavizados, indios y afromestizos, se desvivían por pertenecer a cofradías y costear sin reparo lujosos retablos y costosas joyas para sus santos; o competían en gastos de festividades, como lo haría cualquier blanco. Al hacer suyas las representaciones colectivas del grupo dominante, sus prácticas sociales, su ceremonial y otras formas de exhibición desconocían que, de esa manera, facilitaban la relación de dominación. Pero, al hacerlo, descubrían en ello mecanismos de afirmación de identidad y de supervivencia. Integrándose y aceptando el sistema que los sometía, las masas mestizadas encontraron el camino a su legitimidad, mediatizando el rechazo de que eran objeto por parte del grupo dominante y a la postre (ya avanzado el siglo XVIII), conquistando finalmente su aceptación.

Para que la sociedad tuviera necesidad de recurrir a estas estrategias, era  necesario que el blanco empezara a percibirse como minoría y sintiera que convivía con un “peligro” social numérica e irrefrenablemente  creciente, y que este grupo, a su vez, reconociéndose cada vez más numeroso, empezara a reclamar un espacio adecuado en el sistema social. Algunas estadísticas (hasta donde puedan ser confiables las estadísticas de entonces), podrían sugerir que, para el último cuarto del siglo XVI, ya en Panamá se advierten evidencias de que al menos desde el punto de vista cuantitativo, empezaba a anunciarse el cambio demográfico. Otros indicios sugieren, sin embargo, que la toma de conciencia de lo que esa ruptura representaba no sobreviene hasta principios del siglo XVII. En todo caso parece que fue hacia esas fechas que empezaron a advertirse los primeros signos. En cualquier ciudad europea occidental existían, por supuesto, desigualdades sociales y el peligro de rebelión de los sectores populares nunca había dejado de existir. Pero se trataba de sociedades culturalmente homogéneas, con una misma religión, instituciones y lengua comunes, con representaciones mentales, prácticas sociales y rituales colectivos ampliamente compartidos. Incluso en España, la convivencia multisecular había acercado a moros y cristianos (como antes lo habían hecho moros, cristianos y judíos) y a medida que fue avanzando el siglo XVI, y no obstante las múltiples diferencias

Africanos y afromestizos en la historia colonial de Centroamérica regionales, no cabe duda que la española fue cada vez más una sociedad culturalmente homogeneizada que compartía un tronco común. En todo caso, la situación del súbdito peninsular era muy diferente a la que vivía el blanco en América, rodeado no solo de grupos indígenas y de africanos esclavizados y su ascendencia mestizada, cuya cultura era muy distinta a la suya, sino que, además, lo superaban numéricamente de manera abrumadora e inquietante. Tal vez la historiografía no ha destacado lo suficiente las implicaciones que tuvo esta desproporción numérica en la comunidad de blancos como factor de inseguridad, y como soporte de un imaginario criollo inspirado en el miedo al “otro”. ¿Contribuyeron estos temores a exacerbar la vigilancia, el control y la represión? ¿Indujeron estas desigualdades numéricas a cerrar filas entre los blancos para protegerse de los demás, y, si fue así, incitándolos a ahondar más las diferencias, reforzando las desigualdades para que las barreras separadoras no fueran fácilmente franqueadas? En la documentación panameña no dejan de encontrarse, aquí y allá, indicios de tales temores. Hay signos claros de temores a la población de color dentro del propio recinto urbano de la capital en diversos momentos de fines del siglo XVII y a lo largo del siglo XVIII. ¿Eran fundados estos temores, y el peligro de una conjura popular era cierta, o eran miedos concitados por el imaginario de la minoría blanca, forjados al calor de temores seculares y que, no por imaginarios, padecían menos y, en definitiva, tenían todas las secuelas de una amenaza real? Lo importante no era tanto que los miedos que habitaban en la imaginación criolla fueran tan “reales” como si de verdad existieran, sino el hecho de que ellos constituyeran, a su vez, un factor de tensión social, de recelo, desprecio y rechazo a los no blancos, y que este mismo imaginario encontrara su réplica en negativo en los sectores populares, ahondando todavía más los antagonismos sociales.  Sin embargo, a pesar de lo anteriormente expuesto, nada impidió que la creciente población mestiza de blancos y negros se abriese camino hasta encontrar un nicho cada vez más ancho en la sociedad colonial. El cuadro siguiente demuestra que desde muy temprano el impulso demográfico de la población liberta fue irrefrenable en la ciudad de Panamá. Este cuadro pone en evidencia el rápido aumento proporcional de los “libres de todos colores” en el breve lapso de una generación. Sugiere, además, que a finales del período colonial el componente blanco disminuye, ya que constituye la mitad de la de 183 años antes; que la proporción de indios sigue sin cambios significativos; que también las personas esclavizadas disminuyen y, de hecho, es el grupo que africanos y afromestizos en la historia Colonial de Centroamérica sufre la caída más pronunciada; finalmente, que el único grupo con un aumento sensible es el de los libertos de color, evidenciando un imparable proceso de mestizaje. Para toda la provincia, la población de “todos colores” era, entre 1778 y 1790, de 55,1% a 59,9%

 
 

José Rafael Otazo M.
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Profesor Universitario.
Miembro de la Ilustre Sociedad Bolivariana de Venezuela.
Miembro de la Digna Sociedad Divulgadora de la Historia Militar de Venezuela.
Miembro de La Asociación de Escritores del Estado Carabobo.
Investigador en la Asociación para el Fomento de los Estudios Históricos en Centroamérica.

Director de la Publicación Internacional, "Ni vestido ni desnudo"

 

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