El concepto de diplomacia cultural se enmarca en el más amplio de diplomacia
pública, con el cual suele identificarse y al que de hecho precedió. El
objetivo básico que ambas prácticas comparten radica en la configuración de una
estrategia de imagen-país levantada sobre la comunicación y encaminada a
conseguir peso internacional y beneficios simbólicos, cuyo circuito de
actuación desborda los canales de la diplomacia tradicional (Noya, 2007: 91 y
ss.). El impacto de los avances tecnológicos (desde la radio y la televisión
hasta internet) sobre la opinión pública y, recíprocamente, la creciente
influencia que esta tiene sobre las estructuras de decisión política, explican
la relevancia de este tipo de diplomacia. Para calibrar adecuadamente el asunto
no hace falta más que considerar la repercusión que tuvo la BBC británica al
inicio de su historia, o la que tiene la cadena Al-Jazeera en los países árabes
desde los inicios de la década de 2000. Por ello, los Estados se han visto
impelidos a gestionar su proyección pública a fin de asegurarse ciertos niveles
de confianza tanto dentro como fuera de sus fronteras. Ahora bien, en este
punto es necesario distinguir entre dos orientaciones comunicativas, según la
repercusión que cada Estado busque, y los plazos temporales que maneje. Si lo
que se pretende es alcanzar logros inmediatos, el mensaje se adaptará al
lenguaje de los medios de comunicación y su contenido –elaborado en los
gabinetes de prensa ministeriales– será de índole marcadamente político. En
cambio, cuando los objetivos perseguidos se inscriban en un horizonte a largo
plazo, la información tenderá a contener un mayor componente cultural, y su
implantación recurrirá a programas relacionados con la enseñanza de idiomas o
el intercambio académico. En rigor, la diplomacia cultural se inscribe en este
segundo nivel de estrategia.
La integración del factor cultural en el ámbito de la política exterior
es, en cualquier caso, previa al surgimiento de los medios de comunicación
masivos. Su nacimiento se ubica a finales del siglo xix y
principios del xx, cuando de forma pionera en Francia, y
más adelante en Alemania e Italia, se crean en el seno de sus servicios
exteriores los primeros organismos dedicados a la proyección cultural, de
acuerdo con una política de intervención ligada a la difusión de la lengua y de
la producción artística. En esta fase embrionaria el papel de los intelectuales
cobra asimismo peso, toda vez que en la I Guerra Mundial se abrirá un flanco de
combate paralelo al que se produce en las trincheras: se trata del conflicto de
las ideas estrechamente asociado a lo que se conoce como «guerra psicológica»
(Delgado Gómez-Escalonilla, 1994: 268). Con el cese de las hostilidades, el
factor cultural conocerá una nueva aplicación, de corte multilateral
–abriéndose entonces una bifurcación político-práctica que llega hasta hoy.
Bajo el auspicio de la Sociedad de Naciones aparece el Instituto Internacional
de Cooperación Intelectual, antecedente de la actual Unesco, con sede en París.
Pero el fin pacífico, idealista y transnacional de esta institución se verá
enseguida eclipsado por el curso de los acontecimientos de entreguerras, y el
desarrollo simultáneo de los despachos culturales de los ministerios de Asuntos
Exteriores, cuya actividad se restringe a la consecución de intereses
nacionales, esto es, a incrementar la influencia internacional de cada país. El
despliegue de este tipo de acciones adopta con prontitud un perfil netamente
doctrinal como demuestran –ya en la misma década de los años veinte– los casos
de Italia y la Unión Soviética: la cultura no tarda en politizarse, alcanzando
quizá su mayor cota de ideologización durante la II Guerra Mundial. A su vez,
fue precisamente entonces cuando Estados Unidos y Gran Bretaña fundaron sus
instituciones diplomático-culturales: la división de Relaciones Culturales del
departamento de Estado, y el British Council, respectivamente.
A partir de 1945, junto con la recomposición del orden mundial se
establecieron las bases institucionales tanto nacionales como multilaterales
que en gran medida continúan moldeando los sistemas político-culturales del
presente. A escala nacional se perfilan distintos modelos de gestión diseñados
según las tradiciones diplomáticas de cada país, el alcance que le reconocen a
la dimensión cultural y el tamaño de los Estados. Por ejemplo, Francia destaca
como potencia que concede gran importancia a la propagación de su idioma y al
patrimonio cultural, encargando al ministerio de Asuntos Exteriores la gestión
internacional de su «grandeur». Su estrategia no solo contrasta, por
razones obvias, con la alemana –país que gradualmente fue rearticulando su
capital simbólico, de un modo en todo caso más discreto–, sino también con la
británica: las competencias relativas a la diplomacia cultural que ejecuta el
British Council no dependen formalmente del negociado del Foreign Office,
dándose además la circunstancia de que la mayor parte de la financiación de tal
organismo procede del sector privado.
No obstante, la novedad que presentó el periodo de postguerra vino dada
por la constitución en 1945 de Naciones Unidas y, concretamente, de su unidad
especializada en cultura, la Unesco. Desde esta instancia la interpretación de
los contenidos culturales se realizará desde un enfoque más amplio,
científico-antropológico, que no se limita a la esfera intelectual, artística o
patrimonial desde las que operaban los Estados. Ciertamente, desde la puesta en
marcha de las primeras actuaciones diplomático-culturales las naciones también
se sirvieron de dicha concepción, especialmente las que contaban con posesiones
coloniales, pero lo hacían desde un ángulo etnocéntrico, es decir, promoviendo
su propia cosmovisión cultural, en tanto se adecuaba con sus propósitos
político-civilizatorios. Con la aparición de Naciones Unidas, se desarrolla un
discurso alternativo que, sin perjuicio de su armadura universalista –reflejada
en la Declaración de los Derechos Humanos–, pone un énfasis especial en la
defensa de los rasgos identitarios de los pueblos. El proceso de
descolonización y las aspiraciones puestas en articular un orden de concordia
internacional avalará la consolidación de esta nueva perspectiva que, en su
versión más radical, llegará al extremo de poner en cuestión las premisas
epistemológicas del conocimiento científico. Paralelamente, el crecimiento de
las instituciones multilaterales contribuirá a establecer los pilares del
sistema de cooperación internacional, cristalizado en 1960 con la creación de
la Ocde, en el que el tratamiento de la cultura, aun inicialmente marginado, se
realizará en tal clave antropológica.
Lo antedicho no supuso que la orientación «estatocéntrica» de la acción
cultural exterior perdiese fuelle, más bien al contrario: el potencial
propagandístico derivado de los progresos tecnológicos, plasmado en la
industrialización de la cultura y el surgimiento de los
medios de comunicación de masas (radio, cine y televisión) puso a disposición
de los gobiernos maquinarias publicitarias idóneas para la difusión de sus mensajes
e intereses. Es conocida la instrumentalización de estos recursos por parte de
los regímenes totalitarios: cineastas de la talla de Fritz Lang o Serguei
Eisenstein fueron tentados a poner su talento al servicio de la política –si
bien no quepa establecer comparaciones a propósito de la relación que
mantuvieron con los responsables de cultura, Joseph Goebbels en Alemania, y
Anatoli Lunacharski en la Unión Soviética. Sin embargo, el ejemplo
más ajustado al tema que nos ocupa lo representa el desarrollo que experimentó
después de la II Guerra Mundial la diplomacia estadounidense, cuya oficina de
Asuntos Culturales data de 1938. No hay que olvidar que al tiempo que se
sentaban las bases para una mayor colaboración multilateral, se inicia la
Guerra Fría.
En este contexto, en un breve intervalo de tiempo (1946-1948), Estados
Unidos lanza el Plan Marshall, aprueba la ley Smith-Mundt, que fusiona y
reorganiza los departamentos de Información y Cultura –formulando un verdadero
programa de diplomacia pública–, y firma con Francia el pacto Blum-Byrnes. Este
acuerdo, destinado a cancelar la deuda que tras la II Guerra Mundial Francia
tenía contraída con Estados Unidos, contenía una cláusula según la cual se
disminuía la proyección de producciones francesas en sus salas de cine a una
proporción de cuatro semanas de trece. En esta línea, los gobiernos
estadounidenses impulsaron un conjunto de actividades relativas a su imagen
exterior en distintos ámbitos culturales. A efectos ilustrativos, cabe
mencionar los siguientes ejemplos. En 1947 el servicio de Información apoyó la
exposición de pintura que el galerista Samuel Kootz organizó en la sala Maeght
de París. La muestra, titulada «Introducción a la Pintura Moderna Americana»,
contaba con lienzos de grandes figuras del expresionismo abstracto (Motherwell,
Gottlieb, Baziotes…), su catálogo venía firmado por el crítico Harold Rosenberg,
y su organización simbolizó el desplazamiento del centro de gravedad artística
de París a Nueva York (Guilbaut, 2007: 273). En 1948 se inició, a instancias de
la oficina de Asuntos Culturales del departamento de Estado, el programa de
intercambio académico, centrado en un principio en Europa, y expandido más
adelante en todo el mundo, conocido como Becas Fulbright. En el flanco
intelectual se organizó entre 1950 y 1967 el Congreso por la Libertad Cultural
desde el que se financiaron multitud de eventos culturales, revistas,
seminarios, exposiciones y giras, con el fin más o menos encubierto de socavar
la influencia marxista de los pensadores occidentales. Por último, el
departamento de Estado también anduvo detrás de las giras que varios músicos de
jazz (Duke Ellington, Dizzy Gillespie, Louis Armstrong, &c.) realizaron
durante los años cincuenta y sesenta en Europa del Este, Oriente Medio y África
(Noya, 2007: 119).
Para acabar de completar (y complicar) el tema, hay que mencionar cómo
en el año 1959 se constituyó la primera administración de Asuntos Culturales
con rango ministerial, es decir, de naturaleza autónoma, en Francia. La
institución se desgajaba del ámbito de la educación, y pasaba a asumir las
competencias relativas a la gestión de bellas artes, de museos y bibliotecas,
de patrimonio histórico y de cine (negociado procedente de Industria y
Comercio). Si bien sus atribuciones quedaron en un principio limitadas al
ámbito nacional, el decreto fechado a 10 de mayo de 1982 estableció que el
ministerio fomentaría «la creación de obras de arte y del ingenio, dándoles la
mayor audiencia posible, y contribuirá a la difusión de la cultura y el arte
francés en el libre diálogo de las culturas del mundo». Este ensanche del
horizonte de actuación del ministerio, que cuatro años después asumiría
asimismo las atribuciones de Comunicación, cobraba pleno sentido en un mundo
crecientemente globalizado, en el que las fronteras entre las políticas a nivel
interior y exterior se hacían cada vez más porosas. Por lo demás, la aparición
del ministerio de Cultura francés impulsó la creación de ministerios o
instituciones análogas en el resto del mundo, y así, por ejemplo, España se
dotó de su propio ministerio cultural en 1977, Gran Bretaña creó el suyo en
1992, y Alemania cuenta desde 1998 con un ministerio adjunto de Cultura y
Comunicación, no integrado en el gabinete ejecutivo, pero que coordina las
políticas federadas en este campo. Por su parte, Estados Unidos carece de un
departamento de Cultura con rango ministerial, si bien desde 1965 dispone del National
Endowment for the Arts, agencia pública e independiente del gobierno
federal, cuyo responsable es nombrado directamente por el presidente de la
nación.
Tras la caída de la Unión Soviética y el fin de la política de bloques
la hipótesis de articular un orden internacional regulado bajo instituciones
comunes recobró fuerza. Y así, se pensaba que la globalización económica podría
llevar aparejada una globalización política y cultural: un mundo en
convergencia regido por un sistema de libre mercado, en el que los Estados
fuesen amoldándose al modelo democrático de derecho, y al cabo se
homogeneizasen las prácticas culturales, siguiendo la pauta de la
occidentalización. No obstante este escenario, tachado a menudo de imperialista
o neo-colonial, se vio contrapesado por la pujanza auto-afirmativa del discurso
multicultural y las «políticas del reconocimiento», herederas de la
descolonización, al punto de que el debate cultural pareció condenado a un
conflicto sin solución entre quienes abogaban por un esquema
evolutivo-ilustrado, frente a quienes primaban la defensa de la diversidad,
presentándola como hecho indiscutible y, más aún, en auge. Tal
escisión reproducía una antigua controversia que enfrenta a las concepciones de
la cultura de Montesquieu y Herder (Lamo, 2007: 546). Frente a esta dicotomía,
un análisis detenido de las tendencias económico-culturales a escala mundial
nos revela una situación intermedia, mestiza, pero que incluso a la larga
parece consolidar la hipótesis de la convergencia. La investigación llevada a
cabo por Ronald Inglehart y Chris Welzel, Modernización, cambio cultural y
democracia (2007), demuestra que tras la fragmentación en familias
culturales que presenta el mundo, dividido en seis o siete áreas de influencia
de ascendencia religiosa, se detecta una propensión global, determinada por el
incremento de Pib, hacia la asimilación de creencias y valores
post-materialistas y auto-expresivos (asociados a las libertades civiles
occidentales), que deja atrás los valores tradicionales y los materialistas. La
conclusión respaldaría la clásica tesis de Marx según la cual el desarrollo
económico provoca el cambio cultural, refutando a su vez la hipótesis de la
des-occidentalización.
Al anterior debate no ha sido ajena la gradual incorporación de la
dimensión cultural en las teorías y programas del desarrollo humano, cuyos
primeros modelos reducían su análisis a las variables económicas. En las
últimas décadas nuevos indicadores (educativos, sociales, &c.) vinieron a
completar el estudio y a ampliar las perspectivas en torno al crecimiento y
progreso de las sociedades. No obstante, en la consideración de los indicadores
culturales ha prevalecido por lo general una defensa de la diversidad y del
mantenimiento de las identidades étnicas, informado por una interpretación
esencialista, romántico y relativista, que incluso pondría en entredicho la
operatividad de la propia noción de desarrollo (Alonso, 2009: 16). Con todo, la
década de 2000 ha refrenado esta orientación en gran medida debido a las
contribuciones que sobre el tema ha proporcionado el economista Amartya Sen,
inspirador del Informe sobre Desarrollo Humano del Pnud de 2004: Nuestra
libertad cultural en el mundo diverso de hoy. La propuesta de Sen pone el
acento en las capacidades básicas del individuo, entre las cuales se encuentra
la libertad de elección. A su vez, parte de la premisa de que cada persona no
tiene una sino múltiples filiaciones identitarias, y que solo a ella
corresponde en buena lid organizar la jerarquía de sus preferencias culturales,
elegir libremente, y en su caso abandonar sus tradiciones de origen, sin que
por ello haya de sufrir coerción grupal.
En todo caso, la inclusión de la cooperación cultural para el
desarrollo en el ejercicio de la diplomacia cultural no resulta sencilla y ni
siquiera evidente. Bien es cierto que la adscripción en las administraciones
públicas de las competencias de cooperación internacional en el área de Asuntos
Exteriores así parece recomendarlo. No obstante, esta cuestión manifiesta en la
práctica la contradicción entre los dos principios que modulan las relaciones
internacionales, el realismo y el idealismo. Sea como fuere, los anteriores
elementos nos aportan una idea aproximada de cómo se constituyen las políticas
de acción cultural exterior de los países.
Bibliografia y referencias consultadas:
Alonso, José Antonio (2009): «Cultura y desarrollo:
bases de un encuentro obligado», Revista de Occidente nº 335, Madrid.
Birambaux, Isabelle (2011): «El Institut Français se
renueva: una reforma al servicio del soft power», ARI, Real Instituto
Elcano, Madrid.
Delgado Gómez-Escalonilla, Lorenzo (1994): «El
factor cultural en las relaciones internacionales: una aproximación a su
análisis histórico», Hispania, LVI/1, nº 186.
Haigh, Anthony (1974): La diplomatie culturelle
en Europe, Consejo de Europa, Estrasburgo.
Íñiguez, Diego (2006): «La acción cultural exterior
y la eficacia del poder blando», Política Exterior nº 111, Mayo/Junio.
Marco, Elvira y Otero, Jaime (2010b): Colaboración
público-privada en la acción cultural exterior, Documento de Trabajo, Real
Instituto Elcano, Madrid.
Noya, Javier (2007): Diplomacia pública para el siglo
xxi, Ariel, Madrid.
Nye, Joseph (2004): Soft Power: The Means to
Success in World Politics, Public Affairs, Nueva York.
Saddiki, Said (2009): «El papel de la diplomacia
cultural en las relaciones internacionales», Revista Cidob d’Affers
Internacionals nº 88, Barcelona.
Vozmediano, Elena (2007): «La filantropía
estratégica», Revista de Libros nº 132, Madrid.
Fuente referencial: http://www.nodulo.org/ec/2012/n119p03.htm
Por,
José Rafael Otazo M.
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Profesor Universitario.
Miembro Correspondiente de la Academia de la Lengua, capitulo Carabobo.---------------------
Profesor Universitario.
Miembro de la Ilustre Sociedad Bolivariana de Venezuela.
Miembro de la Digna Sociedad Divulgadora de la Historia Militar de Venezuela.
Miembro de La Asociación de Escritores del Estado Carabobo.
Investigador en la Asociación para el Fomento de los Estudios Históricos en Centroamérica.
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