El control social por
el color de la piel
La legislación colonial
definía con claridad el sitio que debía corresponder a las personas
esclavizadas que llegaban de África. Sin embargo, no tenía previsto un espacio
social para su ascendencia de mulatos, cuarterones o zambos.
El español había
procurado transformar la sociedad, trasladando a América un conjunto de normas
de conducta, escalas de valores, creencias y prejuicios. Es decir, un cuerpo
más o menos articulado de nociones que, según las costumbres europeas,
regulaban el comportamiento social, las jerarquizaciones y, asimismo, las expectativas
que cada uno debía o podía aspirar para sí. Era un complejo aparato
socio-cultural que provenía de una densa tradición multisecular. Básicamente,
estos esquemas mentales sobrevivieron a la prueba de las distancias y lograron
aclimatarse, sobre todo allí donde había un grupo blanco dominante.
¿Hasta qué punto esta
pretensión de replicar el modelo de sociedad peninsular tuvo éxito? La realidad
americana empujó ese modelo, inexorablemente, hacia sucesivas adaptaciones; el
resultado fue la creación de una sociedad nueva y muy distinta a la peninsular.
Dueño del poder, el español readaptó sin dificultades sus instituciones tradicionales
y estableció una amplia normativa acomodada a las circunstancias del Nuevo
Mundo; de hecho, en el ámbito de la ley dejó muy poco espacio sin cubrir. Esta
legislación acabó definiendo los roles de cada grupo. Se basaba en el principio
de que cada uno de ellos se mantendría separado del otro, sin posibilidad de
mezcla. Con el propósito de proteger al indígena, se creó la figura jurídica de
la República de Indios, estableciéndose a lo largo y ancho del continente un vasto
rosario de doctrinas (más tarde “misiones”) cuyos ocupantes, en principio, sólo
serían indios. El blanco peninsular (como más tarde su descendiente el blanco
criollo), siempre en inquietante y notoria minoría numérica, creó las bases
legales para que no pudiera disputársele la hegemonía, acaparando todas las
ventajas sociales y económicas, y reservándose el ejercicio del poder
exclusivamente para sí. Dentro de esa aritmética social, no estaba previsto en
ninguna parte el mestizaje, sobre todo el afromestizaje, que se convierte en el
agente de cambio social más importante de la historia colonial panameña. Era
una legislación represora, que aspiraba a mantener a todos los Africanos
y afromestizos en la historia colonial de Centroamérica componentes del cuerpo
social bajo estricto control, donde cada grupo debía mantenerse en armonía con
los demás, alejados entre sí, sin mezcla posible. No contemplaba la posibilidad
del mestizaje y, por lo mismo, el legislador no fue capaz de proponer una
normativa que anticipara sus resultados. De esa manera, el fruto biológico del
mestizaje entre indígenas, blancos y negros, se encontró arrojado a un vacío o limbo
legal, para el cual el sistema colonial no tenía respuestas. En territorios
como el istmo de Panamá, para el último cuarto del siglo XVI, sobre todo en las
ciudades terminales, la explosión demográfica del mestizaje era evidente y la
población afromestiza ya era dominante.
Algunos pueblos
originalmente indígenas y protegidos por la legislación, se convirtieron rápidamente
en poblados mestizos con predominio negro.
Reducido a una minoría
diminuta y atemorizada ante el imparable empuje del mestizaje, el blanco se
escudó en sus privilegios, cerrando filas estrechamente y ahondando sus
diferencias con el resto del cuerpo
social mediante la exacerbación, cada vez que podía, de su ascendiente
hegemónico. ¿Cómo una sociedad así podía reproducir el modelo peninsular? ¿Qué estrategias
adoptó la población subalterna (como individuos o como grupo) para sobrellevar
las imposiciones que establecía la ley, cuando cada disposición en ella
contenida le negaba cualquier posibilidad de ascenso social? ¿Cuáles fueron los
recursos a que echó mano el blanco privilegiado para imponerse sobre los demás
que con él competían por una parcela de poder o de riqueza, o para evitar que
la emergente masa de mestizos amenazara sus privilegios? Es más, ¿podía un
sistema de privilegios, controlador y represivo, como el colonial, que por ley
asignaba a cada cual su papel en el seno de la sociedad, con unos arriba y
otros abajo, permitir la transgresión, soterrada o abierta, sin correr el
riesgo de agrietarse y sucumbir? Finalmente, ¿era posible, para los sectores
populares, transgredir el orden imperante a fin de que el peso del sistema
resultase menos asfixiante y sin que se les castigase o reprimiese? ¿Cómo sería
una sociedad así? Las desigualdades sociales de la colonia fueron
construcciones históricas y culturales, fundamentadas ideológicamente en el
discurso del derecho de conquista y de la creencia en la superioridad del
blanco. Sin embargo, esta relación de dominación, apoyada en la inferioridad Jurídica
de los no blancos y su exclusión de la esfera pública, además de un sinfín de
otras desventajas y exclusiones, no estaba exenta de fisuras. Aún sin salirse
del sistema, y de hecho consintiéndolo, pero reutilizando el leguaje de la
dominación y su aparato ideológico, los no blancos podían
resistirse y mostrarse insumisos, sin necesidad de apoyarse en un discurso de
negación o rebelión o abrigar el propósito de Africanos y
afromestizos en la historia colonial de Centroamérica una ruptura total. A
menudo adoptaban las mismas representaciones mentales que había elaborado el
dominador para asegurar su hegemonía, convirtiéndolas en instrumentos de
resistencia. O bien, apelaban a la propia legislación que les era adversa para
volcarla en su favor, aprendiendo a defenderse del sistema a expensas del mismo
sistema. De hecho, aceptaron los símbolos y las manifestaciones rituales del
grupo dominante, haciéndolos suyos, y casi seguramente ignorando que éstos eran
también mecanismos de dominación.
Desde temprano,
africanos y negros esclavizados, indios y afromestizos, se desvivían por
pertenecer a cofradías y costear sin reparo lujosos retablos y costosas joyas
para sus santos; o competían en gastos de festividades, como lo haría cualquier
blanco. Al hacer suyas las representaciones colectivas del grupo dominante, sus
prácticas sociales, su ceremonial y otras formas de exhibición desconocían que,
de esa manera, facilitaban la relación de dominación. Pero, al hacerlo,
descubrían en ello mecanismos de afirmación de identidad y de supervivencia.
Integrándose y aceptando el sistema que los sometía, las masas mestizadas
encontraron el camino a su legitimidad, mediatizando el rechazo de que eran
objeto por parte del grupo dominante y a la postre (ya avanzado el siglo
XVIII), conquistando finalmente su aceptación.
Para que la sociedad
tuviera necesidad de recurrir a estas estrategias, era necesario que el blanco empezara a percibirse
como minoría y sintiera que convivía con un “peligro” social numérica e
irrefrenablemente creciente, y que este
grupo, a su vez, reconociéndose cada vez más numeroso, empezara a reclamar un
espacio adecuado en el sistema social. Algunas estadísticas (hasta donde puedan
ser confiables las estadísticas de entonces), podrían sugerir que, para el
último cuarto del siglo XVI, ya en Panamá se advierten evidencias de que al
menos desde el punto de vista cuantitativo, empezaba a anunciarse el cambio demográfico.
Otros indicios sugieren, sin embargo, que la toma de conciencia de lo que esa
ruptura representaba no sobreviene hasta principios del siglo XVII. En todo
caso parece que fue hacia esas fechas que empezaron a advertirse los primeros
signos. En cualquier ciudad europea occidental existían, por supuesto, desigualdades
sociales y el peligro de rebelión de los sectores populares nunca había dejado
de existir. Pero se trataba de sociedades culturalmente homogéneas, con una
misma religión, instituciones y lengua comunes, con representaciones mentales,
prácticas sociales y rituales colectivos ampliamente compartidos. Incluso en
España, la convivencia multisecular había acercado a moros y cristianos (como antes
lo habían hecho moros, cristianos y judíos) y a medida que fue avanzando el
siglo XVI, y no obstante las múltiples diferencias
Africanos y afromestizos en la historia colonial
de Centroamérica regionales, no cabe duda que la española fue cada vez más una sociedad
culturalmente homogeneizada que compartía un tronco común. En todo caso, la
situación del súbdito peninsular era muy diferente a la que vivía el blanco en
América, rodeado no solo de grupos indígenas y de africanos esclavizados y su
ascendencia mestizada, cuya cultura era muy distinta a la suya, sino que,
además, lo superaban numéricamente de manera abrumadora e inquietante. Tal vez
la historiografía no ha destacado lo suficiente las implicaciones que tuvo esta
desproporción numérica en la comunidad de blancos como factor de inseguridad, y
como soporte de un imaginario criollo inspirado en el miedo al “otro”. ¿Contribuyeron
estos temores a exacerbar la vigilancia, el control y la represión? ¿Indujeron
estas desigualdades numéricas a cerrar filas entre los blancos para protegerse
de los demás, y, si fue así, incitándolos a ahondar más las diferencias,
reforzando las desigualdades para que las barreras separadoras no fueran
fácilmente franqueadas? En la documentación panameña no dejan de encontrarse,
aquí y allá, indicios de tales temores. Hay signos claros de temores a la población
de color dentro del propio recinto urbano de la capital en diversos momentos de
fines del siglo XVII y a lo largo del siglo XVIII. ¿Eran fundados estos
temores, y el peligro de una conjura popular era cierta, o eran miedos
concitados por el imaginario de la minoría blanca, forjados al calor de temores
seculares y que, no por imaginarios, padecían menos y, en definitiva, tenían
todas las secuelas de una amenaza real? Lo importante no era tanto que los miedos
que habitaban en la imaginación criolla fueran tan “reales” como si de verdad
existieran, sino el hecho de que ellos constituyeran, a su vez, un factor de
tensión social, de recelo, desprecio y rechazo a los no blancos, y que este
mismo imaginario encontrara su réplica en negativo en los sectores populares,
ahondando todavía más los antagonismos sociales. Sin embargo, a pesar de lo anteriormente
expuesto, nada impidió que la creciente población mestiza de blancos y negros
se abriese camino hasta encontrar un nicho cada vez más ancho en la sociedad colonial.
El cuadro siguiente demuestra que desde muy temprano el impulso demográfico de
la población liberta fue irrefrenable en la ciudad de Panamá. Este cuadro pone
en evidencia el rápido aumento proporcional de los “libres de todos colores” en
el breve lapso de una generación. Sugiere, además, que a finales del período
colonial el componente blanco disminuye, ya que constituye la mitad de la de
183 años antes; que la proporción de indios sigue sin cambios significativos;
que también las personas esclavizadas disminuyen y, de hecho, es el grupo que africanos y afromestizos en la historia Colonial de
Centroamérica sufre la caída más pronunciada; finalmente, que el único grupo
con un aumento sensible es
el de los libertos de color, evidenciando un imparable proceso de mestizaje.
Para toda la provincia, la población de “todos colores” era, entre 1778 y 1790,
de 55,1% a 59,9%
José Rafael Otazo M.
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Profesor Universitario.
Miembro de la Ilustre Sociedad Bolivariana de Venezuela.
Miembro de la Digna Sociedad Divulgadora de la Historia Militar de Venezuela.
Miembro de La Asociación de Escritores del Estado Carabobo.
Investigador en la Asociación para el Fomento de los Estudios Históricos en Centroamérica.
Director de la Publicación Internacional, "Ni vestido ni desnudo"