El cristianismo, desde que fuera despenalizado por Constantino a
través del Edicto de Milán en 313 y posteriormente adoptado como
religión oficial del Imperio por Teodosio, con el Edicto de Tesalónica a
finales de aquél siglo, pasó de perseguido a perseguidor. Y en esto fué
implacable. La intolerancia hacia quienes no comulgaban con sus
creencias fué la tónica y alimentó las hogueras que ardieron a lo largo y
ancho de Europa. La iglesia Católica no aceptabas disidencias ni menos
otras formas de llevar la fé como no fuera la que ella a través de los
papas dictaminaba como única,verdadera y válida.
Cada vez más alejada del mensaje que originalmente llegó a través de
Jesús de Nazaret, quien en parte alguna de sus enseñanzas instituyó
iglesia, ritos o jerarquías, además sumida en un continuo batallar por
el poder hegemónico, miraba con preocupación y derechamente hostilidad
la aparición de nuevas formas de practicar la fé que lentamente
comenzaron a propagarse por Europa Occidental a partir del siglo X. El
boato, la corrupción, la desmedida avaricia, la ignorancia de gran parte
de los frailes -quienes veían en la iglesia una forma segura y fácil de
conseguir el sustento-, la fastuosa vida llevada a vista y paciencia
del pueblo llano por los papas, obispos y cardenales quienes no se
privaban de los placeres de la carne y el vino amparados en el fuero que
les brindaba el ser los representantes-únicos representantes- de Dios
en la Tierra, al alero de los monarcas que veían en ellos un instrumento
funcional a sus intereses, consiguieron que los hasta entonces sumisos
feligreses comenzaran a cuestionarse y cuestionar tales prácticas: se
hicieron permeables a la entrada de nuevas formas de relacionarse con la
deidad, alejándose de la inconsistencia e incongruencia entre la
palabra y acto que veían generalizados en quienes se decían portadores
de la buena nueva que Cristo había derramado sobre la Humanidad.
En medio de este ambiente, y probablemente a través de las rutas
comerciales desde Europa Oriental, hacia el 1012 aparecen los primeros
cátaros en Lemosin, asentándose de manera más visible en Languedoc, en
el siglo XII. Los primeros en sufrir el martirio fueron los radicados en
Tolosa, en 1022. Ese fué el punto de partida para la persecución
institucionalizada en contra de la nueva manera de llevar la fé, que
removía hasta lo más profundo los cimientos sobre los que se sustentaba
la religión oficial.
Los llamados cátaros ( cáthari: puros o perfectos), sustentaban una
corriente que se oponía directamente a la jerarquía católica,
propulsando un nuevo orden social, en que el desarrollo individual era
uno de sus horizontes. Otro de los puntos en que esta línea filosófica
colisionaba con la Iglesia Católica estaba dado por la oposición de
aquéllos con las formas autoritarias y represivas de ésta, que negaba
simple y llanamente la posibilidad de que los hombres alcanzaran algún
grado de desarrollo espiritual fuera del ámbito de la institución y sin
la guía de alguno de sus representantes.
Por el siglo XII, este movimiento está en franco ascenso en las
preferencias de la gente, por lo que la Iglesia Católica, viendo
amenazada su supremacía decide combatirlo: primero por las misiones,
luego por la fuerza. El desastre está servido, sólo falta el cuándo y el
cómo.
Según la comprensión cátara del evangelio, el Reino de Dios no es de
este mundo. Dios sólo creó Almas y Cielo. Por el contrario, lo material,
el mal, las guerras, las iglesias mundanas y sus líderes, papas y
jerarquías eran obra del mismísimo Satanás, dado que si Dios es el Amor y
la Bondad, puros y perfectos, no puede hacer ningún mal ni provocar
dolor o sufrimiento alguno. Siguiendo esta línea de pensamiento, creen
que los hombres son una realidad transitoria, un mero envase o vehículo
de su realidad angélica y trascendente: pretenden restituir la vida
angélica en lo cotidiano para hacerse merecedores como entes iluminados,
de una existencia superior. Lo anterior, supone un conflicto gigantesco
con toda la revelación católica, sus dogmas y de ahí con sus
fundamentos políticos y filosóficos.
No cabe en el pensamiento cátaro, una sumisión a lo material y todo
lo que ello implica, ya que ésto es sólo un sofisma que dificulta, si
no, impide la salvación.
Las reiteradas decisiones de los concilios de Tours, en 1163 y de
Letrán en 1179, en contra de lo cátaros, apenas tuvieron algún efecto,
por lo que en cuanto llego Inocencio III al poder en 1198, resolvió
suprimir el movimiento con la definición sobre la fé del IV Concilio de
Letrán.
Al principio, este Papa probó con la conversión pacífica enviando
unos cuantos legados a las zonas en conflicto, que además tenían amplios
poderes para excomulgar, pronunciar interdictos e incluso destituir a
los prelados locales. Sin embargo, no obtuvieron mayores resultados, a
pesar de haber participado en un coloquio entre sacerdotes católicos y
predicadores cátaros presidido por el rey aragonés Pedro el Católico en
Beziérs, el año 1204.
Así, en el año 1207, el papa Inocencio III, proclama la Cruzada
contra los herejes cátaros. Su llamado vá especialmente dirigido al rey
de Francia, al duque de Borgoña, y a los condes de Bar, Dreux y Nevers.
Este llamado encontró eco y adhesión en prácticamente toda la nobleza
del norte de Francia.
¿Cuál fué la razón de fondo para que esta exhortación encontrara
tanta acogida entre los nobles mencionados? Lo más seguro es que haya
sido conseguida por el decreto papal que establecía que todas las
propiedades, tierras y comercios en manos de los cátaros podían ser
desposeídos a voluntad y que todo el que combatiera en nombre de la
iglesia en contra de los herejes por cuarenta días sería liberado de sus
pecados. Como es dable imaginar, esto fué una invitación abierta al
pillaje masivo con la bendición de la iglesia, ya que la zona estaba
llena de simpatizantes reales o aparentes del movimiento cátaro.
El papa Inocencio III encomienda la dirección de la cruzada al rey
Felipe II de Francia, pero éste se niega a participar aunque si permite
que sus vasallos se unan a ésta. En 1209, un ejército formado por unos
30.000 caballeros y soldados de infantería, sale del norte de Europa y
se abate como una nube de desolación, sangre y fuego sobre el
Languedoc, las estribaciones nororientales de los Pirineos.
El exterminio y la crueldad con que éste se realizó, lo diabólico de
la mente que implementó y autorizó usar tamaña maquinaria guerrera en
contra de gentes cuya única falta era no estar de acuerdo con lo que la
doctrina oficial imponía, aterran. Sólo en la ciudad de Beziérs, fueron
pasados a cuchillo quince mil de sus habitantes, entre hombres, mujeres y
niños de los cuales, una gran cantidad había buscado refugio en una
iglesia.
Trás la caída de la ciudad a manos de las tropas católicas dirigidas
por el legado papal y prior del Cister, Arnaud Amaury, un oficial
Miembro de la Orden del Císter. Fue abad de Poblet y después de Císter en 1200-1212
En 1204 fue nombrado legado papal por Inocencio III en Occitania e inquisidor.
Posteriormente, fue nombrado arzobispo de Narbona de 1212 a 1225.
En 1209 dirigió la cruzada contra los albigenses. Excomulgó al gobierno municipal de Toulouse por proteger a los herejes cátaros, y proclamó un interdicto contra la ciudad prohibiendo todos los oficios católicos.
En 1212 formó parte del contingente ultamontano que combatió en la batalla de Las Navas de Tolosa, tras convencer al rey de Navarra, Sancho VII, para que participara en la cruzada promulgada por el papa Inocencio III contra los almohades.
Cuando alcanzó el arzobispado de Narbona se enfrentó a Simón IV de Montfort, conde de Narbona, que exigía parte del poder y de los ingresos. En 1216 excomulgó a Simón por insistir en sus prerrogativas hacia Narbona. Respaldó a Raimundo VII de Tolosa en su lucha por recobrar el Condado de Tolosa. Fue nombrado abad general de la Orden del Císter en 1221.
Murió en la abadía cisterciense de Fontfroide el 26 de septiembre de 1225, aunque su cuerpo fue enterrado en la abadía de Císter.
le pregunta a éste cómo distinguir a los herejes de los católicos, recibiendo la siguiente respuesta: “Mátalos a todos, que Dios reconocerá a los suyos”, («Caedite eos. Novit enim Dominus qui sunt eius.») según lo relata Cessari d’Heisterbach, cronista cisterciense. La infamia está consumada.
Trás Beziérs, siguen Perpignán, Narbona, Toulousse, Carcasona: una
estela de sangre y muerte dejada en aras de la fé, hecha suya de manera
excluyente por la Iglesia Católica.
Esta guerra, de casi cuarenta años de duración, actualmente es
conocida como Cruzada Albigense, y lo fué en el verdadero y cabal
sentido de la palabra cruzada: la había convocado el papa en persona,
los que en ella participaron llevaban una cruz en sus vestimentas, de la
misma manera que los cruzados que iban a Palestina y al igual que
aquéllos recibían las mismas recompesas: remisión de todos sus pecados,
un lugar asegurado en el Cielo y, no menos importante, todo el botín
del cual pudieran hacerse.
“No se ha respetado edad, sexo ni condición social”, orgulloso
escribía Arnaud Amaury a S.S. Inocencio III, dándole cuentas de su
misión...
Investigación y adaptación;
José Rafael Otazo M.
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Profesor Universitario.
Miembro Correspondiente de la Academia de la Lengua, capitulo Carabobo.---------------------
Profesor Universitario.
Miembro de la Ilustre Sociedad Bolivariana de Venezuela.
Miembro de la Digna Sociedad Divulgadora de la Historia Militar de Venezuela.
Miembro de La Asociación de Escritores del Estado Carabobo.
Investigador en la Asociación para el Fomento de los Estudios Históricos en Centroamérica.
Bibliografia consultada: Lambert, Malcom (2001). La otra historia de los cátaros. Barcelona: Martínez Roca. ISBN 84-270-2644-7.
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