El escritor como artista integral ante los retos de la comunicación actual
DEDICATORIA:
A Melania. Mi amor infinito. Mi fortaleza. Mi musa.
A Cesar y María Eugenia. Mis padres. Maestros supremos de la vida.
A mis hermanas Marisol y Dina. Mis cómplices. Mis niñas.
A mis hijas Manuela y Melian. Mis inspiraciones. Mi tesoro de la montaña.
A Tknela Teatro. Yuri. Carolina. Diego. Franceliz. Moncho. Todos los tknelos. Todos los niños y su derecho al arte. Mi sueño. Más allá de los cuentos.
A mis compañeros en El Taller de Calíope, Zona de Descarga, Valÿnor, Buena Vibra Social Rap, Don Bosco por Siempre, Zanni Teatro, Cometa de Cantaura, Fundación para la Cultura y todos los artistas que me han acompañado incondicionalmente.
Al profesor Cristóbal Gornés. El primero que creyó en mí.
A todos mis maestros. Hoy especialmente a los que partieron hace poco Carlos Herrera, Enzo Flumery y Miguel Torrence.
A mi patria Venezuela y Portugal. Por enseñarme que soy ciudadano del mundo.
A mi amada ciudad de Valencia, la de Arturo Michelena, Renny Ottolina y José Rafael Pocaterra.
Capítulo I:
Sobre el verdadero artista
“15 de noviembre de 1910
Casi ninguna palabra que escribo se adapta a las demás; oigo cómo las
consonantes se rozan con sonido metálico, y las vocales lo acompañan con un
canto que parece el de los negros en las ferias”. Franz Kafka
Hay cosas que te definen
para toda la vida. Un beso. Un consejo. Un hecho. O un libro. Hace ya treinta años
mi padre puso en mis manos una Historia Universal de la Música del francés
Roland de Candé. Yo, que en realidad tengo una memoria indisciplinada, me
encontré con una frase que se quedaría grabada en mi mente para siempre. En el
proceso de búsqueda de la identidad y un puerto al que llegar, de repente tuve
la certeza que había encontrado una respuesta a las preguntas tempranas de la
adolescencia:
“El verdadero artista no
busca agradar inmediatamente, salvo que dependa de ello su supervivencia.
Fundamentalmente subversivo se reserva la libertad de imponer cambios, a pesar
del público, obedeciendo a necesidades históricas, técnicas o estéticas. El
artista está integrado en la sociedad, con su libertad y si es incomprendido es
porque es profético. El conflicto del arte y la sociedad es una realidad
objetiva, inherente a la esencia del uno y de la otra”.
La digitalización del
mundo actual nos lleva, inevitablemente, a un escaneo de nosotros mismos, ya no
sólo la producción se despliega en las redes, en los videos, los blog, los
archivos adjuntos, los pdf, sino que poco a poco nos vamos conectando en la red
hasta el punto de sumergir nuestras moléculas en el caldo de la inteligencia
artificial, somos avatares primero y
luego seres biorobóticos; un ser humano imparable que conquistará parte del
espacio hasta que el fin sea inevitable.
Mientras tanto hay mucho
trabajo que hacer. Y el verdadero escritor que realmente tiene una propuesta, un
discurso, lo necesario para cautivar al público, para mí necesariamente desde
lo genuino, anda siempre en busca de reinventarse, de superar tanto ruido de la
sobrecarga informativa y la vorágine citadina para hacer escuchar su voz, ante
un público infoxicado, enfermo de infobesidad.
Ernest Hemingway, dijo una
vez en una entrevista para la revista parisina Arts, que un escritor que deja
de observar ha terminado. Y en este punto vamos a establecer canales
comunicantes desde la observación y la investigación hacia el arte
multidisciplinario como medio de un discurso humanista con criterio y
responsabilidad social.
Cuando las disciplinas se
transforman en herramientas, cuando la expresión halla caminos que pueden ser
tan cotidianos que no los veíamos o tan experimentales que ni nos imaginábamos.
Cuando las etiquetas y los ismos pierden protagonismo y simplemente somos nosotros,
creadores, quienes nos expresamos de manera integral, entonces surge la
interacción del artista con su entorno, retroalimentándose de él,
embelleciéndolo, interviniéndolo, con melodías, colores, formas, metáforas. Es
el barro del que surge la vida.
Para la escritora
brasileña Clarice Lispector “Escribir es una maldición que salva. Es una
maldición porque obliga y arrastra, como un vicio penoso del cual es imposible
librarse. Y es una salvación porque salva el día que se vive y que nunca se
entiende a menos que se escriba”.
A mediados de los noventa,
cuando ejercía la profesión del periodismo en el diario La Calle, me encontré
con una noticia de las que llamábamos cable. Era una de esas tantas sobre
incautación de narcóticos en el aeropuerto de Maiquetía, provenientes de las
agencias que teníamos en esa época, Venpres, Reuters y Efe.
Pero esa nota era
diferente. Se trataba del príncipe de una tribu africana. Es lo primero que
llama la atención. Es raro que, apartando el eurocentrismo del comentario, uno
escuche eso de las naciones ancestrales que aun pueblan nuestros reducidos
ambientes naturales. Uno se encuentra
más con el hijo del cacique, o el hijo del jefe tribal.
El hombre viajaba con un
alijo de cocaína en el estómago, hasta que uno de los dediles se le reventó
provocándole un delirio progresivo, en un hecho que se convertiría en un caso
único para la investigación científica judicial de ese entonces.
Al ser retenido por las
autoridades, el hombre pidió vehemente papel y lápiz, consciente de su pronto
final. Los policías se lo suministraron.
En este punto es en el que
quiero detenerme para entender un poco más la función del escritor. La vieja
discusión de lo que es literatura y lo que no es, aunque ambos estén hechos de
los mismos elementos, letras, palabras, oraciones, reglas gramaticales o
figuras retóricas.
¿Qué mueve a una persona a
escribir? Por supuesto, son demasiadas razones como para enumerarlas. Sólo me
detengo en una. La vocación de transmitir un mensaje. Por supuesto no
necesariamente moralizante. Puede ser por placer estético. Cada punto de vista
es válido, la diversidad de propuestas para mí hace más atractiva la oferta,
tanto desde los extremos puristas a los intermedios mestizos.
La capacidad de generar
sentimientos, afectos e identificación en el público es el resultado de la
atemporalidad que sobrevive los embates de las modas impuestas. Andamos siempre
en busca del escritor humanista con la suficiente lucidez para comprender su
tiempo y capacidad de incidir positivamente en la sociedad.
Puede partir de su época
para contar historias milenarias y por eso antiguos textos a veces nos parecen
tan cercanos, como el libro del Eclesiastés en la Biblia, donde el predicador
se pregunta, “¿quién sabe cuál es el bien del hombre en la vida, todos los días
de la vida de su vanidad, los cuales él pasa como sombra? Porque ¿quién
enseñará al hombre qué será después de él debajo del sol?”.
George Orwell no creía “que
se puedan captar los motivos de un escritor sin saber antes su desarrollo al
principio-“. Decía que “Sus temas
estarán determinados por la época en que vive -por lo menos esto es cierto en
tiempos tumultuosos y revolucionarios como el nuestro-, pero antes de empezar a
escribir habrá adquirido una actitud emotiva de la que nunca se librará por
completo.
Lo que más he querido
hacer durante los diez años pasados es convertir los escritos políticos en un
arte. Mi punto de partida siempre es de partidismo contra la injusticia. Cuando
me siento a escribir un libro no me digo: ‘Voy a hacer un libro de arte’.
Escribo porque hay alguna mentira que quiero dejar al descubierto, algún hecho
sobre el que deseo llamar la atención. Y mi preocupación inicial es lograr que
me oigan”.
El papel fue al encuentro
del hombre y guardó en su memoria, frágil y perenne a la vez, sus últimas
palabras… Se lamentaba de la pobreza de su aldea, pedía perdón por deshonrar a
su familia, por defraudar a su padre el Rey, se reprochaba no haber tenido
éxito en volver con el dinero que cambiaría tantas cosas, la eterna esperanza
frustrada, la trampa de la utopía, la injusticia social.
A medida que iba avanzando
en la carta, también nadaba en sus ríos internos la mortífera sustancia,
mientras su letra se volvía más errática, hasta perderse en incoherencias y
soltar el lápiz, que es lo mismo que morir.
Capítulo II:
Sobre la transformación desde el arte.
“El cuento es astuto. Se
filtra en el vino, en las lenguas de las viejas, en las historias de los
santos. Se vuelve melodía torpe en la garganta de un caminante que bebe en la
taberna y toca la bandurria. Se esconde en los cruces de los caminos, en los
cementerios, en la oscuridad de los pajares. El cuento se va, pero deja sus
huellas. Y aun las arrastra por el camino, como van ladrando los perros tras
los carros, carretera adelante.
El cuento llega y se
marcha por la noche, llevándose debajo de las alas la rara zozobra de los
niños. A escondidas, pegándose al frío y a las cunetas, va huyendo. A veces
pícaro, o inocente, o cruel. O alegre, o triste. Siempre, robando una
nostalgia, con su viejo corazón de vagabundo”.
Este texto de la novelista
española Ana María Matute ilustra poéticamente el viaje del arte en los
senderos de la humanidad. Percibo el escenario teatral como un espacio
infinitamente grande donde puedo pasear por sus historias, como si las tablas
fueran el cielo, el mar, el bosque, una casa, un palacio… Se diluyen las
fronteras entre lo literario y lo escénico, al representar o al leer.
Y por qué se llega al
punto de querer que esas palabras cobren vida, tanta vida que hagan llorar, o reír
o, más aun, transformar a una persona al identificarse en la evolución de un
personaje. Bertold Brecht decía que “el arte no es un espejo para reflejar la
realidad, sino un martillo para darle forma”.
Así que la dramaturgia es
un juego, una herramienta y una proyección. El teatro es ese gran y poderoso
aparato artístico que le da vida a un discurso.
El Nobel portugués José
Saramago decía que “como cualquier otro lector, o escritor, me busco a mí
mismo. Busco encontrarme en páginas, en ideas, en reflexiones, reconocer que
somos algo más que esto que se presenta como ‘realidad’, ése sigue siendo el
mayor deslumbramiento”.
Hace diez años, una niña
de Cantaura en el estado Anzoátegui, se sentó emocionada en los asientos
dispuestos para el público. Venía de jugar y traía abrazada una pelota. La
agrupación valenciana Tknela Teatro presentaba un cuento del escritor
colombiano Nicolás Buenaventura Vidal que adapté para muñecos, actores, artes
visuales y música en vivo.
La historia fusiona la
narración oral de la Costa de Marfil en África con la costa del pacífico en
Colombia en una puesta en escena onírica y lúdica. La protagonista es una niña
como tantas en el mundo, como quizás nos pasó a alguno de nosotros. Tiene
muchas preguntas y sus padres no tienen tiempo para ella. Esas pequeñas
tragedias del día a día.
En fin, a medida que se
acercaba la obra, nuestra niña espectadora se iba compenetrando más y más con
el personaje, y vivía, sufría y reía intensamente cada aventura de Amaranta.
Después, los aplausos en medio de la canción final, la despedida, las fotos,
las gratitudes, hasta ese momento solemne en que guardamos a los muñecos.
La niña se acercó hacia la
actriz – titiritera y le pidió conversar con Amaranta, lo que se dijeron
exactamente solo ellas lo saben. La niña acaso sobre su familia, sus alegrías y
tristezas. Amaranta callada escuchaba con la sabiduría del arte ancestral de
los títeres y las marionetas. La niña del oriente venezolano, consuela a
Amaranta por sus pesares y le obsequia el balón. El afecto le abrió el camino a
la comunicación, y ésta, a la gratitud.
Para la norteamericana Mary
Flannery O’Connor “Un cuento es un acontecimiento dramático que implica a una
persona, en tanto comparte con nosotros una condición humana general, y en
tanto se halla en una situación muy específica. Un cuento compromete, de un
modo dramático, el misterio de la personalidad humana”.
Entonces yo me pregunto. Quién
esperaría que fueran los niños los que le den regalos a San Nicolás, o al Niño
Jesús. Sólo de un corazón agradecido pueden salir gestos como los de la
infancia de Regino Peña al sur de Valencia. El proyecto Ghetto Sur, al igual
que el movimiento Vibración Positiva, me invitan cada año a compartir con
nuestros niños, los de nuestra ciudad, de nuestro barrio, como Rasta Claus. Y
ese día, más de treinta niños que me rodeaban, se me fueron acercando para obsequiarme
los silbatos, que habían recibido junto
a los juguetes donados, mientras abrazaban y decían gracias.
A unas dos horas de
Canoabo, se llega, en vehículos rústicos, a caseríos olvidados en los Valles
Altos carabobeños, donde organizamos el Encuentro Más Allá de los Cuentos.
Pocos años antes de su partida terrenal, el genial titiritero Eduardo Di Mauro
llevó su Teatro Tempo a uno de esos pueblitos, donde los niños van a una
escuelita rural, un día vestidos sólo con franela y al otro quizá solo un
short. Un lugar sin electricidad y televisión. El maestro Di Mauro se conmovió
ante el llanto de los niños al ver los títeres aparecer y moverse. Un escaso
lujo para ellos en pleno siglo XXI.
El uruguayo Felisberto
Hernández responde la eterna pregunta de la siguiente manera: “Lo más seguro de
todo es que yo no sé cómo hago mis cuentos, porque cada uno de ellos tiene su
vida extraña y propia. Pero también sé que viven peleando con la conciencia
para evitar los extranjeros que ella les recomienda”.
Pues yo sí creo en el arte
como elemento transformador de la sociedad. De hecho los grandes capitales de
la industria lo saben y utilizan todo el conocimiento acumulado por tantos
pensadores y creadores de la historia para contarnos también buenas historias
y, al mismo tiempo, imponer culturas y nuevos hábitos de consumo.
El escritor no debe estar
desconectado de su tiempo. La ingenuidad, la improvisación, la elección al azar
de las figuras retóricas, de los elementos narrativos y un ego que desdibuje el
objetivo fundamental de un texto son factores perturbadores que van aislando al
artista y minan sus capacidades creadoras.
El pasado 10 de octubre
falleció mi amigo Carlos Herrera, presidente de la Asociación Venezolana de
Crítica Teatral y estos días he releído algunas entradas de su blog Bitácora
Crítica. A finales de agosto publicó lo siguiente:
“No, creo que el teatro
para la niñez deberá comprometer un sentido de transformar con agrado, de
moldear con apego a principios morales y éticos como de ser medio para crear un
real encuentro de esa persona que, lentamente empieza a integrarse como miembro
de una sociedad.
El que sea o no
entretenido, que le permita pasarla bien por espacio de una hora o algo más,
que las formas expuestas sean digeribles o aprehensibles no excluye ese vital
compromiso de formarlo como un ciudadano consciente, de un ser social capaz de
discernir auténticos valores más aun en lo que entendemos como este tiempo y esta
forma de ser latinoamericana”.
Capítulo III:
Sobre la conexión en el arte.
Escenificar los versos,
transformarlos en canciones, en danza, en poesía visual. Es la perfopoesía que
la agrupación valenciana El Taller de Calíope ha desarrollado en los últimos
años, con festivales y los recitales multidisciplinarios con una base dramatúrgica.
El énfasis en autores
locales como José Rafael Pocaterra, Vicente Gerbasi, José Joaquín Burgos,
Victor Racamonde, Abigail Lozano e incluso las frases encendidas de Simón
Bolívar y Manuela Saenz se han convertido en diálogos poéticos y canciones que
superar la barrera del tiempo y la indiferencia y revitalizan el legado
literario para las generaciones del presente y del futuro. Como decía Joan
Miró, “Para ser universal hay que ser profundamente local”.
Así que ya no son solo el
cine y el teatro los capaces de interactuar con otras artes. Para nosotros la
poesía, la literatura es materia prima del producto final o es hilo conductor
de un discurso escénico lleno de significantes y significados.
En una ciudad desconectada
y desarraigada, le hemos dado vitalidad a la Casa José Rafael Pocaterra, hace
poco levantaba de esa ruina que va borrando para siempre la arquitectura del
centro de Valencia proceso al que asistimos como testigos pasivos o dolientes
sin funeral.
Por eso hemos ido a la
tumba del escritor en el Cementerio Municipal, a hablar de historia, a
conversar, a orar, a cantar, como si visitáramos la última morada de un amigo
para recordarlo, porque un escritor como Pocaterra necesita urgentemente ser
redescubierto, para denunciar la larga sombra de la decadencia que se extiende
hasta nuestros días en nuestro país.
Y cómo máxima expresión
del carácter social del arte literario enriquecido por la interacción, propongo
hacer entre todos un gran cadáver exquisito, un caligrama en estética de mandala,
un ejercicio colectivo para renunciar a tanto ego improductivo que nos aleja de
la lucidez necesaria para entender esta vida y recrearla a través del arte. La
imaginación de nuevos universos, la construcción del mundo posible.
Volviendo a la
adolescencia, guardo un recuerdo inolvidable, en los días en que estudiaba en
la Escuela de Música Sebastián Echeverría Lozano, dirigida en ese entonces por Cristóbal Gornés. Estaba en el
pasillo sentado cerca de la mamá de algún compañero y comencé a cantar a
capella una vieja canción.
Yo penoso como siempre,
comenzaba a tener un poco de seguridad para cantar frente a otra persona, y de
repente noté que unas lágrimas van bajando desde los ojos por las mejillas
hacia pensamientos distantes. Empecé a entender que tenía una misión en la
vida. Al año siguiente, siendo aun estudiante, el profesor Gornés me pidió que
me encargara de la clase de teoría y solfeo de los sábados.
Ahí supe que iba por buen
camino, el mismo que me trajo a trabajar por la cultura de mi ciudad y hoy me
trae aquí ante ustedes para incorporarme a la Academia de la Lengua, no de una
manera decorativa, sino para seguir construyendo esa sociedad posible, no la de
la esperanza y la utopía, sino una muy real que se edifica a diario desde el
pensamiento, las artes, las letras y la acción.
Conclusión: Volver
al inicio.
Desde tiempos ancestrales,
a la luz de la antorcha, frente al mar o en la cueva, el ser humano interactúa
con la realidad en sus múltiples expresiones. Los hermanos mayores cuentan a
los otros niños sobre su valentía en una escena épica de cacería con diálogos y
expresión corporal, mejor dicho teatro. En una pared lateral, otro joven dibuja
con vivos colores la escena con maestría y referencias astrales y de dioses
olvidados. Las mujeres practican la danza de la cosecha o de la lluvia, o de la
muerte, con las niñas. El anciano conversa con los adultos sobre la cacería del
día siguiente y les narra historias antiguas de dioses y bestias parlantes.
Cerca de la entrada de la cueva otros jóvenes tocan un tambor, una flauta y
unas maracas. Nada más humano que eso.
“Muchos escritores,
especialmente los poetas, prefieren dejar creer a la gente que escriben gracias
a una especie de sutil frenesí o de intuición extática; experimentarían
verdaderos escalofríos si tuvieran que permitir al público echar una ojeada
tras el telón, para contemplar los trabajosos y vacilantes embriones de
pensamientos”. Edgar Alan Poe.
Denis Miraldo |
FIN
Teatro Municipal de Valencia
04/11/2016
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